Por
Susana García Mateos
Suena el despertador. Una voz anuncia que son las siete de la mañana. Rodrigo se revuelve entre las sábanas, perezoso. Remolonea. Entre grandes bostezos suele apagar el despertador pasados diez minutos. De la cocina percibe el delicioso aroma del café recién hecho y escucha la lluvia golpear fuertemente contra las ventanas. Lentamente se incorpora y empieza a vestirse. Es lunes, un día como cualquier otro en la vida de Rodrigo, invidente desde los trece años y a punto de cumplir cincuenta.
Lleva una vida de lo más normal, no tiene familia, pero afirma que no quiso formarla porque siempre ha sido muy independiente. Prejubilado, viaja mucho y se desenvuelve con soltura en todos los ámbitos de su vida. “Ser ciego es como cualquier otra cosa: el cuerpo se adapta, te acostumbras”. Suele llevar una rutina de vida bastante tranquila y relajada, aunque según él también le gustan las emociones fuertes de vez en cuando. Todos los días, tras levantarse de la cama, lo primero que hace es alargar el brazo hacia la derecha hasta palpar una bata granate que reposa en una silla, al lado de la cama. “Suelo dejar las cosas siempre en el mismo sitio, eso lo hace todo más fácil”, comenta. Una vez se ha puesto la bata, se incorpora y sus pies se hunden en unas cómodas zapatillas de andar por casa sin la menor vacilación. Seguro de sí mismo, en apariencia más que cualquier persona con plenas capacidades visuales, aunque también dice que tiene sus miedos. No se molesta en coger el bastón, simplemente roza sus dedos con la pared de papel pintado de azul que decora su dormitorio para guiarse, y comienza a andar hacia el pasillo. Sus dedos van trazando ondas y levanta la mano cuando se topa con las marcas de otras puertas en su recorrido hasta la cocina. Allí se encuentra a Nana, su asistenta, con la que comparte únicamente las primeras y últimas horas del día. Según él, no necesita más. Ella le coge suavemente del brazo y le acerca a la mesa donde le espera un café y un par de tostadas. Sin ni siquiera probar nada, le pregunta si ha comprado un café diferente. Y efectivamente, así es. El olor no era el mismo de siempre. Desayuna tranquilo mientras pasa las yemas de sus dedos por un libro situado a su izquierda, escrito en braille. “Me encanta leer”, asegura.
Después del desayuno, su día es como el de cualquier otra persona. Se ducha, ayudado por su asistenta, se viste con calma y sale a dar un paseo por la mañana. Se orienta con ayuda del bastón y reconoce todos los lugares por los que pasa. Resulta asombroso ver la destreza con la que se maneja por su barrio. La gente le saluda al pasar, le conocen. Y él a ellos. De la panadería llega un olor que recuerda al pan recién hecho, pero él asegura que a esa hora del día el horno está repleto de torrijas, dada la época del año. Su pasatiempo favorito es sentarse en un banco del parque en silencio y disfrutar de todo tipo de sonidos: las risas de los niños en el parque, un músico que toca el saxofón a poca distancia, las voces de parejas de enamorados que pasean tranquilos y millones de cosas más. Vuela su imaginación.
Transcurridas un par de horas, regresa a casa y compra el pan en una pastelería cercana. La dueña le saluda con alegría, es uno de sus clientes habituales. Saca un monedero y comienza a palpar una por una varias monedas para reconocer su valor. Es un procedimiento sencillo para él.
Por la tarde, sigue siempre la misma rutina: los lunes y los miércoles le gusta sentarse en una cafetería cercana al Retiro para escribir. Lleva unos años redactando su vida, paso por paso, año tras año. Confiesa que le encanta escribir, aunque no tiene ambiciones de publicarlo, es algo que hace por y para él. Los martes y los jueves queda con una vieja amiga suya, María, con la que ha compartido muchos momentos a lo largo de su vida. A modo de anécdota, dice que la última vez que quedaron le costó reconocerla porque el perfume que ella solía usar había sido sustituido por otro que le acababan de regalar. En su casa, tiene un reloj de cuco que le avisa con el tiempo justo para llegar a las citas con María.
Los fines de semana los dedica por entero a viajar a una casa que tiene en Ciudad Real, en la cual disfruta de la naturaleza, otro de sus hobbies. Espera en la estación a que pase su tren, que reconoce con ayuda de las personas que, como él, están esperando en el andén, aunque no siempre es necesaria ya que él mismo reconoce el sonido del tren al frenar y que siempre pasa a la misma hora. Reconoce que, al principio, se perdía con facilidad, pero con el tiempo ha aprendido a desenvolverse en el campo con tanta soltura como en la ciudad.
Un día al mes sale a comer a su restaurante favorito. Siempre pide el mismo plato, pero hace unas semanas que no va. El motivo es que la última vez al probar la comida notó algo diferente en el sabor, aunque los ingredientes seguían siendo los mismos. Le preguntó a la camarera el motivo y ella le contó que habían cambiado de cocinero. “Soy un hombre de costumbres, no me gustan los cambios”, afirma entre risas.
Todas las noches, a las once en punto, se sienta en su antiguo sofá orejero y escucha las noticias del día por la radio. Le gusta estar informado de lo que pasa en el mundo. Después de eso, cambia de emisora para escuchar durante un rato antes de acostarse un programa diario de música clásica. Es su manera de relajarse. ¿Perro guía? Nunca lo ha necesitado, no le gusta depender ni siquiera de eso, aunque respeta a los ciegos que sí lo hacen. Reconoce que su bastón es una ayuda indispensable. Sin él, no sabría moverse con seguridad.
Así es la vida de Rodrigo, una persona que suple su falta de visión con gran abanico de curiosidades que sacia día tras día. Una persona feliz.
Si nos preguntan para qué sirven los sentidos, cualquiera de nosotros podría responder: El tacto me sirve para palpar, el oído para escuchar, el olfato para oler, y así sucesivamente, pero ¿qué sucede si se pierde un sentido? En el caso de la pérdida total o parcial de la visión, el resto de los sentidos se desarrollan mucho más que en cualquier persona que no tenga esa discapacidad. Es fácil deducir que un ciego tendrá que sacar mayor provecho de los sentidos restantes para compensar en cierto modo las funciones de la vista. Sin embargo, sentidos como el oído o el olfato se agudizan en ellos de manera tan intensa que la vista deja de ser necesaria. Su mano, sus orejas y su nariz se convierten en su manera de “ver”. Algo, sin duda, imposible para una persona con plenas capacidades visuales, dado que el 80% de la información que recibimos del mundo exterior es visual.
Muchos ciegos, valiéndose sólo de los oídos, pueden detectar obstáculos como muros o postes sin necesidad de tocarlos. Para lograrlo, pueden producir ruidos o sonidos, ya sea golpeando los muslos con las manos, zapateando, o golpeando consecutivamente el bastón contra el suelo. De la misma manera el sonido se expande y choca con el objeto, produciéndose un pequeño eco que regresa a los oídos, esto les permite detectar los obstáculos y hacer maniobras para esquivarlos; de ahí que se pueda decir que en cierto modo, es posible ver con los oídos. Esta habilidad parece desarrollarse más en los ciegos de nacimiento y en los que han perdido la vista a temprana edad.
Bien es sabido que con el tacto percibimos la presión, la forma y extensión de los objetos, su aspereza, suavidad, dureza, blandura, etc. pero téngase también presente que para los ciegos, el tacto adquiere un valor mucho más notorio, pues gracias a él pueden palpar, examinar, observar y conocer una inmensa cantidad de seres y objetos.
Asimismo, gracias al tacto pueden leer y asimilar de este modo toda la información que hay en los libros.Es importante saber también que los ciegos pueden tocar instrumentos musicales y escribir en el teclado ordinario de cualquier ordenador valiéndose sólo del tacto.
Por medio del olfato los ciegos tienen acceso a un caudal de información incalculable. Gracias a este sentido perciben los diferentes olores que hay en el ambiente y pueden tener conocimiento de la existencia de muchos objetos o situaciones. Por ejemplo, según el olor que perciban a la distancia, pueden saber si pasan por una panadería, zapatería, tienda de ropa, etc. Con el olfato además es posible reconocer y distinguir alimentos, saber si un objeto es nuevo o viejo e incluso es posible identificar a las personas.
No podemos dejar de lado al sentido del gusto que a menudo es olvidado injustamente o puesto en un segundo lugar; pero en verdad es tan importante como los demás sentidos. Gracias a él nos podemos deleitar sintiendo los innumerables sabores que existen; imaginemos pues, lo vana y aburrida que sería la vida sin el gusto.
Los ciegos carecen de visión, pero esa misma carencia les hace, sin duda, apreciar y desarrollar mucho más sus otros sentidos y son capaces de disfrutar mucho a través de ellos.